domingo, 12 de agosto de 2012

El tren de Tejo

Abandonamos Pekín ayer temprano, luego de enviar algunas cartas y desayunar unas galletas rancias.

Ahora estamos en una fonda de un suburbio de Ulán Bator. La ciudad es como un pueblo grande, pero de un millón de personas. Apenas hay taxis, por lo que nos movemos haciendo autostop y repartiendo propinas. El tráfico es de locos, aunque no a los niveles de China. Lo más curioso es que los automóviles tienen el volante a derecha e izquierda indistintamente. Ellos se apañan. El dinero aquí es ridículo. Baste decir que hoy hemos sacado del cajero setecientosmil tugrugs.

Las calles de nuesta barriada son de barro y las casas -nuestra fonda incluida- están hechas de tablas viejas y chapas. Al fondo de la calle hay una escuela budista, y podemos ver a los niños rapados envueltos en sus túnicas. En nuestra habitación hay goteras que encharcan el suelo y los catres no son sino esterillas polvorientas. Es lo que tiene dormir por cuatro euros. Mañana lo haremos en un Ger nómada, bajo el limpio cielo mongol.

El viaje hasta aquí fue en extremo placentero. Empleamos treinta horas. A continuación transcribo algunos apuntes que tomé durante el trayecto:

"Embarcamos en el undécimo vagón. En su exterior metálico está grabado, como en todos los demás, el escudo de la República de Mongolia, a cuya capital -Ulán Bator- nos dirigimos. El centro de Oriente. El recuerdo de un imperio que llevó sus límites a las puertas de Europa.

El tren es verde por fuera, y tanto los pasillos como los compartimentos están moquetados para la comodidad del viajero.

Las camas son aceptables, aunque resultarían un tanto duras para espaldas menos acostumbradas que las nuestras a las privaciones del nomadeo.

Compartimos camarote con Matthias, un simpático estudiante vienés, que cubre nuestra misma ruta y del que rápidamente nos hemos hecho amigos. Chapurrea el español y viaja solo, así que no ha sido difícil entablar conversación con él.

Después de una cabezadita necesaria tras de una noche breve en extremo, he abierto el ojo y me ha invadido la sensación de haberme teletransportado a otro mundo.

El paisaje que observo por la ventana en nada se parece a los inmensos campos de cereal de la China central. Ni a las llanuras jalonadas de ennegrecidas chimeneas, ni a las urbes de hormigón, enormes y funcionales, ni a las autopistas, ni a los ríos marrones, ni a las centrales nucleares...

Es este un paisaje salvaje aunque amable. Casi virgen. El Transmongoliano en su tramo chino atraviesa una estrecha planicie a cuyos lados se levantan imponentes montes pelados y agrestes que se suceden en hileras hasta donde la vista alcanza. Éstos irán dejando paso a los horizontes llanos a medida que nos acerquemos al Gobi.

En las inmediaciones de las vías se extiende el cultivo del maíz, el girasol y la hortaliza, que aprovecha el suelo arcilloso lleno de charcos para alimentarse de su fertilidad.

Los bosques en esta parte de China son escasos, salvo algunas coníferas aisladas y otros árboles que se me antojan parecidos a los chopos.

La escasa presencia del hombre se aprecia -además de en los raíles- en recoletas aldeas al pie de los montes, levantadas en barro y ladrillo y cuyo color se confunde con el marrón rojizo del suelo.

Cuando el tren atraviesa alguno de estos pueblos, cosa que no ocurre sino cada cierto tiempo, miro sus calles vacías y sin asfaltar. Apenas se distingue vida, como no sea algún perro sin collar o alguna cabra que ramonea en los zarzales. Lanzo un suspiro de alivio al pensar en las atestadas calles de Xian, en el metro de Pekín o en el demencial tráfico de Yhangzhuo.

Pasan las horas y el paisaje es ahora una inmensa alfombra verde y amarilla. Ya no hay árboles, solo postes de madera que sujetan cable eléctrico. Recuerda a las praderas del oeste americano, aunque sin indios.

Una de las adustas revisoras, ataviadas con uniforme y gorro que recuerdan a la fuerza aérea de alguna república ex soviética, me indica el camino del servicio. Comparado con lo vivido en el ferrocarril que nos llevó hasta Xian, parece una estancia de príncipes. Y casi se me saltan las lágrimas de emoción al comprobar que, en caso de necesidad, vamos a poder ejercer como cristianos y no como animales.

En los pasillos del tren, silenciosos y vacíos, unos carteles luminosos ofrecen al viajero alguna información del viaje: rodamos a 1.400 metros de altitud en el tren K23, nuestro maquinista se llama Munkhutur, nos detendremos en lugares como Datong o Zhurihe y no está permitido mearse en las estaciones.

Y así van pasando las horas. Entre tés, cervezas y una botella de vino chino curiosamente aceptable, llegamos a la frontera con Mongolia. Nos revisan los pasaportes y elevan el tren vagón por vagón a una altura de dos metros para cambiar el ancho de vía. En el nuestro solo estamos la tripulación y nosotros. Quedan 20 horas nada más.

Dormimos profundamente, mecidos por el traqueteo del tren. Despierto justo al despuntar el alba. La infinita llanura del Gobi ofrece un espectáculo precioso a nuestra derecha. El sol nace en el Este y con él un nuevo día. Creo distinguir un rebaño de cabras pelirrojas y dos caballos del mismo color. Son prietos, pequeños y cabezones. Espero poder cabalgar sobre ellos. Más adelante nos saluda una familia de camellos velludos y salvajes. También son rojos. Como lo son sus jinetes de piel curtida.

Después de 15 días atravesando China de Sur a Norte, los nómadas del hierro comienzan aquí la andadura que les da nombre. Viajamos en el Transmongoliano, cumplimos un sueño prestado. Recordamos inevitablemente a nuestro amigo Tejo, perdido en la olímpica Albión. Desde aquí le saludamos y mandamos un abrazo. Te contaremos cómo es esto amigo, para cuando vengas. Que vendrás.

Al acabar mi libro, "Hadyi Murad", de Tolstoi, comienza a entrarme de nuevo la modorra. Mientras digiero el impresionante final de la novela sobre el guerrero caucasiano, vuelvo a mirar al horizonte infinito.

Y siento cada kilómetro que cubrimos con gozo y pena a un tiempo, pues sé a ciencia cierta que ya no lo volveré a recorrer".

1 comentario:

  1. Al menos hasta Ulan Bator, por lo que cuentas, las comodidades del viaje son, más o menos, similares a las que más de uno podría encontrar por estas tierras, e incluso mejores (por aquello de los trenes enmoquetados...). Una vez más, la realidad supera a la ficción o, dicho de otra forma, es mejor comprobar que dejarse llevar por las leyendas urbanas y por lo que muchos dicen sin saber de la misa la media. Días atrás hablabas de tierras de bárbaros. Pura leyenda, también. Que bárbaros los hay, a montones, en esta España de cabras equilibristas y panderetas. Cuando yo era mucho más joven que tú -es decir, hace cuatro años- había un dicho que rezaba (con las tildes remarcadas): "En tiempos de los apostóles / había unos hombres barbáros / que se subían a los arbóles / y mataban a los pajáros". Si Atila levantase la cabeza... ¡Ah!, y espero que no seas daltónico: ver cabras, caballos, camellos y jinetes pelirrojos o rojos... ¿Estás en Mongolia o en el Far West con los indios?

    ResponderEliminar