domingo, 29 de julio de 2012

Mirad al cielo

Son como dátiles. Mismo color y misma forma. Se diferencian de esos frutos en que tienen patas y antenas, en que hacen ruido al correr y en que parecen haber sido creadas para repugnar.

Las cucarachas son las amas de Hong Kong. Disfrutan de su reino sin importarles los delirios de los humanos, empeñados en ganarle espacio al cielo. Se cruzan en el camino de las personas con indiferencia, alteradas solo por alguna sandalia homicida, y hozan a placer en los montones de basura que les brindan.

Paseando por esta isla donde piratas, asesinos y traficantes de opio camparon a sus anchas, uno no puede mas que pensar que son las herederas legítimas de aquellos personajes que malearon todo y más con el beneplácito de su graciosa majestad, la reina de Inglaterra.

Los ingleses devolvieron Hong Kong a China en 1997, dando lugar a esta rara avis de alma capitalista con tutela roja.

Hong Kong es, ante todo, la lucha del hombre contra los elementos. Aquí, la dificultad radica en que el espacio es reducido, y el territorio hongkonés está limitado por las montañas y el mar. Por ello lleva esta isla creciendo como un bizcocho en el horno más de cien años. Es la ciudad más alta del mundo, con treinta edificios que superan los 200 metros. Construyó su aeropuerto ganando terreno al mar y todos los años sale victoriosa de sus luchas contra los tifones.

Cuando ayer aterrizamos, o más bien, cuando conocimos cómo las monstruosas torres de Hong Kong encierran en sus entrañas a personas hacinadas en madrigueras de 10 metros cuadrados, cuando supimos que en determinadas horas puntas habilitan una calle para andar en una dirección y otra para andar en la contraria, cuando olfateamos serpientes fritas, nos dimos cuenta de que definitivamente habíamos cambiado de mundo.

Aquí hablan cantonés y ni los números se representan igual con las manos. El aire es caliente y denso (ayer se me empañaban las gafas al salir de los bares), en la calle huele a sopa todo el tiempo, gotean los aires acondicionados, los taxistas tienden sus calzoncillos en el maletero y callejones lúgubres e infectos rodean auténticas maravillas de la ingeniería. El mundo es ancho y fantástico. Y este viaje neonato nos va a ofrecer contrastes a cada paso.

Ayer llegamos y salimos de fiesta (era sábado). Hoy hemos cruzado el mar en un barco. Era el cumpleaños de un amigo de Ángela, nuestra anfitriona, y había organizado una fiesta con 30 personas. Nadando en las aguas verdes de un islote, alternando en los bares llenos de emigrantes europeos (la colonia española consta de 1.800 almas), observando las luces de neón, la música en directo, o las decenas de prostitutas camelando a occidentales decadentes, he recordado aquella atracción de Eurodisney, la del puerto pirata.

Hong Kong es hoy muy diferente a aquel antro de rufianes y bucaneros, Inglaterra ya no bendice el opio, y a nadie se le pasa por la quilla, pero al igual que ayer, mientras el hombre se pierde en sueños de grandeza, las indiscutibles amas del cotarro, las cucas, andan con los pies en la tierra y ni sueñan con mirar al cielo.

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